Archive for the ‘maristas’ Category
Una mañana
Era una mañana. De hecho, era la última mañana de la preparatoria.
Tres años de mi vida acudiendo al mismo lugar durante la misma cantidad de tiempo. Hoy, a más de una década de distancia, los recuerdos se ven cada vez más y más como una fotografía borrosa. La realidad se mitificó casi instantaneamente y hoy, cualquier anécdota relacionada con la preparatoria, es impresionantemente fantástica. Cada vez que alguien de mi grupo la cuenta, algo se le agrega, alguna exageración se cuelga y se provocan las mismas risas que la primera vez que se contó esa anécdota hace ya mucho tiempo.
Durante la última semana de clases en mi prepa (el Centro Universitario México, o CUM), los alumnos nos formábamos afuera del salón al término de la última clase con cada maestro, para hacerle una valla en donde les aplaudíamos (a los más), los abucheábamos (a los menos) y hasta los zapeábamos (muy contados casos, pero memorables, por supuesto). Al evento se le conocía, muy creativamente, como ‘las vallas’. El viernes era el último día de vallas y a la hora de la salida, la escuela patrocinaba unos mariachis que tocaban para todos los alumnos durante una hora y que ponía a todos en ambiente para el siguiente punto que, en aquellos tiempos, eran las trajineras de Xochimilco. Y sí, a esos eventos también se les conocía, muy crípticamente como «los mariachis» y «las trajineras». Eran otros tiempos.
A riesgo de sonar como viejo decrépito, sí eran otros tiempos. Por principio de cuentas era 1997 (ja!), el grueso de nosotros no tenía celular y ese fue el año en el que los que ingresaron al Tec de Monterrey descubrieron que el uso de laptop era obligatorio, cosa que hoy me parece normal pero que en aquel momento me pareció simplemente aberrante e innecesario. El país era gobernado por el PRI, la película que más recuerdo de esa época es ‘El Quinto Elemento’ y las Spice Girls sonaban, quisiéramos o no, en los estereos de todos. No había iPods, por supuesto, ni MiniDiscs. Lo que sí había eran Discmans con bocinas de computadora; los MP3s eran algo aún no conocido.
Pero esa última mañana de preparatoria, mi mente no estaba en si sería el último día en que vería a mis amigos, o si serían las últimas clases que tomaría sentado en las incómodas bancas de madera tradicionales de las escuelas maristas. Esa mañana lo único que me preocupaba era si mi choro podría convencer a mi maestro de Física o no. Constantino de Llano, o Tino a sus espaldas, era el maestro más perro del Área 1 (Físico-Matemáticas); el tipo enseñaba -anécdota real- cosas que aprenderías en el segundo semestre de la carrera de ingeniería. Y las evaluaba con una severidad pocas veces vista y experimentada… cosa que ya es un decir en una tradicional escuela sólo para hombres donde los castigos físicos (y mejor aún, psicológicos) eran de uso corriente.
Yo y la Física nunca nos llevamos bien. La cursé en tercero de secundaria, cuarto y sexto de prepa. Las dos primeras veces logré sacarme diez gracias a mi memoria («mencione la Ley de Hooke») y a que era el consentido de los dos profesores. Pero Constantino no era fácil de roer; el tipo había estado en el CUM desde los tiempos en los que en el salón había percheras para los sacos y las boinas de los estudiantes, y era mucho más estricto que mis otros dos maestros. Dicho y hecho: sufrí con Constantino. Sufrí como pocas veces. Es más, en toda mi historia escolar, sólo dos materias me han hecho realmente sufrir y una de esas fue Física en sexto de prepa. Como yo era un ñoño, mi promedio era decente, pero no lo suficientemente bueno como para exentar el examen.
Y justamente eso era lo que estaba en mi mente aquella última mañana de la preparatoria. ¿Cómo convencer a Constantino para que me exentara y así librarme de estudiar para el peor examen final de mi vida? Esa última clase, era, por supuesto, para arreglar asuntos administrativos como quién presentaría el examen, quién no tendría el promedio para alcanzar la primera vuelta y quién se iría directo a extraordinario. Faltando cinco minutos y aprovechando que varios se habían parado a arreglar cosas con él directamente en su escritorio, me animé, me paré de la banca y me acerqué a su lista. No recuerdo el choro, pero recuerdo que fue algo prolongado y que los ojos de Tino no dejaban de ver más allá de mis palabras. Recuerdo perfectamente cuando su bigotito se movió para dar su respuesta.
Las anécdotas de preparatoria se van engrandeciendo conforme pasa el tiempo. De la nada nos convertimos en héroes o villanos, ganamos la pelea en el antro o logramos anotar ese último touchdown necesario para ganar el torneo interáreas. Con unas cuantas palabras, nos convertimos a nosotros mismos, en el cuate que salva el día; aplausos, música, créditos, final, desvanecimiento a negro.
Este no es el caso. Esa mañana, Constantino me dijo que no, que tendría que ponerme a estudiar porque mi promedio nomás no daba para la exención. No le importó que fuera a exentar el resto de mis materias, que le argumentara mil y un situaciones pre-universitarias o que se lo pidiera porfavorporfavorcito. Guardó su lista en su portafolios negro y con eso terminó la conversación. Salí del salón mientras el resto del grupo ya estaba flanqueando la puerta para hacerle la valla a Tino. Varios traían cámaras de video, recuerdo perfectamente decirle a una de ellas un clarito «que chingue a su madre!». Muy correcto yo.
Esa mañana me vino a la mente esta mañana, doce años después, cuando en Facebook un amigo publicó una fotografía. Esta:
Mi cara está siendo tapada por la cabeza de alguien con una cámara de video. Estoy frente a una columna y a mi lado está José Manuel riéndose de mi y de mi fallido intento para convencer a Constantino.
A la fecha, odio la Física.
Necaxa
A mediados de la década de los noventa, yo, un Puma de corazón, comencé a ir a los partidos del Necaxa.
Era 1996 y el Necaxa vivía una de las contradicciones más increíbles que me ha tocado ver: era uno de los equipos más exitosos de esos tiempos, pero nadie iba al estadio a verlos jugar. Y era raro, porque había sido campeón en el 95 y en el 96, además de ganar en la Concacaf. Pero eso no era suficiente como para que la gente fuera a verlos jugar al Azteca.
Cuando digo ‘nadie’, no exagero. Yo estaba ahí, y puedo firmar que en el Estadio Azteca no habremos llegado a las 50 personas viendo un partido. Y estaba ahí porque un cuate me invitaba, casi semana a semana, junto con otros amigos, a echar las chelas en el Azteca. Ahora que lo pienso, era un plan genial: entrar al estadio era prácticamente gratis debido a que no iba nadie, las chelas eran baratas, nadie te pedía identificación y si agarrábamos el lado del sol, el calorcito hacía más disfrutables las cervezas.
Este cuate era de esas personas extrañas que invitaba a cuanto se dejara. Cuando estás en la prepa, tus planes generalmente incluyen sólo a tus amigos o amigos de tus amigos… así que cuando alguien, a quien no conoces del todo, te invitaba a algún lugar, no podías dejar de pensar que esa persona era bastante fuera de lo común. Ese era Rodrigo. Claro, en la prepa todos nos hablábamos por nuestros apellidos, así que yo no era ‘Salvador’, si no ‘Leal’; y él no era ‘Rodrigo’, sino ‘Zavala’.
Zavala era totalmente fuera de lo común. Era fresa y tenía coche, pero escuchaba rock mexicano y le gustaba chelear en el estadio Azteca vacío. No discriminaba, cosa extremadamente rara en una escuela donde discriminar por cualquier cosa (lana, calificaciones, papás, coche, físico), era un deporte muy practicado. Y si mal no recuerdo, tenía buenas calificaciones sin ser nada matado y hasta hacía deporte. Raro, pues.
En una anotación al margen, el profesor de inglés, ‘el Arañita’, le decía ‘zabullet’, que es uno de los peores apodos que se nos podrían haber ocurrido a cualquiera.
En fin. Pasamos a sexto de prepa y lo dejé de ver. Él se fue a área IV y yo estaba en área I, y como en el CUM fomentaban bastante la integración dentro de tu misma área y la competencia contra las demás, pues poco a poco dejamos de frecuentarnos. Supe que entró a Derecho a la Ibero porque una amiga era compañera de su generación. Hace unos cuantos días platicamos de si alguno de los dos había vuelto a saber del buen Rodrigo Zavala; los dos coincidimos en que habría que buscarlo y saber qué era de su vida.
Hoy por la mañana, por el Facebook, me enteré que Rodrigo había muerto. Leí, asqueado, los reportes de prensa que decían que lo habían asesinado. No sé ni cómo poner en palabras lo mucho que me pegó la noticia; la mezcla de indignación, tristeza y desencanto sólo atinaron a tratar de recordarlo toda la mañana como el buen amigo que conocí en 5° de prepa y que me invitaba a tomar chelas al estadio Azteca.
Grow Up
Facebook sigue dando de qué hablar en mi vida.
Resulta que alguien de mi generación de la prepa (CUM, 94-97) abrió un grupo al que poco a poco han ido entrando más y más personas de las que hace -literalmente- AÑOS no sabía nada.
Esto sería divertido de no ser porque este año se cumplen 11 años de que salí de la prepa. Unos han embarnecido, otros han perdido el pelo y la gran mayoría… pues sí, han crecido. Orsai (ese maldito) ya había hablado de los caradeforme, ese grupo de personas que conociste hace mucho, mucho tiempo y que encuentras después de mucho tiempo. Facebook es la más grande galería de caradeformes que existe.
Y Dios Morrissey, siendo lo grande que es, acaba de estrenar el video de su canción «That’s how people grow up» que, nomás porque viene muchísimo al caso, me permito postear:
315,360,000 segundos (III)
En la última clase de la última semana que uno cursaba en el CUM (seh, ya sé, irónicas siglas para una escuela sólo para hombres), los de sexto organizaban lo que se conocía como ‘Las Vallas’. Esto básicamente era esperar al maestro fuera del salón y, con aplausos y gritos, hacerle una valla como homenaje. Él pasaba por esa valla de aplausos y felicitaciones que eran una muestra de cuánto lo querían sus alumnos, en el mejor de los casos, o de cuanto desmadre tenían ganas de echar, en el peor.
En las vallas había dos tipos de celebraciones: las enormes y efusivas, y las inexistentes. Las primeras se las recibían tanto los profesores que se habían ganado las simpatías del salón (ya sea por ser demasiado barco o demasiado bueno), mientras que las segundas eran muestras terribles del odio con forma de indiferencia que el salón le propinaba al maestro en su último día. En aquél entonces me resultaba muy claro que a un maestro ‘X’ se le trataba así… ‘X’. Mientras que a los otros, aunque fueran unos perros desgraciados, se les reconocía su exigencia con una buena valla… aunque los integrantes de la misma supieran que muy probablemente se irían a segunda vuelta en el examen final. Hoy que lo pienso, creo que han de haber sentido gachísimo aquellos maestros a quienes no les tocaba ni valla, ni aplauso, ni porras, ni nada. Cheil.
En fin, aprovecho esta mención a los maestros para hacer un top tres de profesores que tuve a lo largo de mi prepa:
1. Nancy
Ella daba Historia en cuarto y aunque aquí he hablado únicamente de mi sexto de prepa, Nancy merece su mención especial. Se rumoraba que en algún momento había sido una mujer bella y escultural, modelo incluso. Nunca supe si era una leyenda urbana pero lo que sí sabía era que la clase de Nancy era in-com-pa-ra-ble. Ella no era de esas maestras que te caen bien, ni que son alivianadas, ni que son barcas. No. Era bastante exigente y controlaba con su muy mal genio a cincuenta trogloditas sin ganas de aprender. Sin embargo, sus clases eran memorables y nunca nadie me volvió a enseñar Historia con la pasión y el detalle con el que ella la enseñaba. Era como si alguien realmente conocedor te contara tu película favorita con todos los detalles que querías saber, te hablaba de texturas, momentos, traiciones, aventuras y de las locuras y desencantos de aquellos que han hecho historia a lo largo del tiempo.
¿Mi momento favorito? Súper sencillo. Y creo que todo el que haya estado en mi generación (o que haya tomado clases con ella) lo recordará: la clase en donde hablaba de la invasión norteamericana a México en 1847. Nadie se movía, nadie hablaba, todo el mundo la escuchaba como no se suele escuchar a un maestro. Recuerdo perfecto que el timbre que marcaba el final de la clase sonó y nadie en el salón se movió hasta que terminó su frase lapidaria: «… así fue como la mañana del 16 de septiembre de 1847, la bandera de las barras y las estrellas ondeaba en el asta del Palacio Nacional…» Priceless.
2. Tino
Estaba dudoso si escoger a Tino o al Lagarto para mi número dos. Pero de ‘El Lagarto’ ya he hablado antes, por lo que ahora le tocará a Tino. Su nombre era Constantino de Llano y él nos daba Física. Su fama era terrible; era famoso por enseñarte cosas que verías hasta el segundo o tercer semestre de la carrera (pinches ‘armaduras’), cosa que para los que iban a ingeniería estaba super bien (pinches ‘armaduras’) pero para quienes no seríamos ingenieros y no sabíamos qué queríamos hacer de nuestra vida, eran un verdadero martirio (pinches ‘armaduras’).
Constantino no sólo era famoso por ser un perro del mal, sino también por ser el maestro-alumno más viejo de la escuela. Es decir, Constantino había ido al CUM cuando en las paredes había perchas para colgar los sacos de los alumnos y para cuando a mí me daba clases, él tenía más de 80 años. Sus clases eran tremendamente difíciles, sobretodo para personas como yo que aborrecemos la Física. Sus frase favorita comenzaba con «En la Facultad…» y seguía un sermón de cómo debíamos ser profesionales para «fletarnos» como un buen «ingeniero matacuaz» (sic).
Recuerdo muy bien aquella clase en donde nos explicó a qué se dedicaba aparte de dar clases. Él tenía una empresa de cartones que le hacía las cajas a Kellogg’s (ahí nomás), el corte, armado e impresión. Y me impactó algo que dijo: «las cajas de cereales van a terminar en la basura… pero eso no significa que se puedan hacer mal, que puedan tener errores o que no respete los requerimientos del cliente; para mí tienen que ser lo más importante y perfecto posibles».
Sufrí como nunca con su materia. Fue la única que no exenté en sexto y el final me tenía temblando. Pocas calificaciones me han costado tanto estrés como la de Física y, milagrosamente (con la ayuda de un viejo amigo, profesor de 4° de prepa) saqué diez final. Pero del estrés todavía no me recupero…
3. Cachi
Creo que nunca he hablado en este blog acerca de Cachi y lo peor es que, si intentara hacerlo realente bien, nomás no me da el espacio. Él era nuestro maestro de Cálculo en Área I de sexto de prepa y su nombre verdadero era Enrique Alonso; como en algún pasado lejano hubo un personaje llamado Enrique Alonso ‘Cachirulo’, pues el apodo se le quedó en diminutivo y el mismo Cachi se refería a él mismo por su apodo. Ustedes se preguntarán cómo un maestro de Cálculo pudo haber sido importante en la vida de sus alumnos y no, la respuesta no es ñoña («me enseñó cómo integrar… y eso cambió mi vida»); no, no. La verdad es que Cachi era mucho más que un profesor de Cálculo, era un verdadero maestro: enseñaba en toda la extensión de la palabra. En un momento en tu vida lleno de dudas, en donde todo está cambiando y con muchas dificultades, Cachi tranquilizaba a salones enteros con una paz interior que pocas veces he visto en una persona. Te aconsejaba, nos motivaba, nos daba pila y fuerzas para seguir cuando todo parecía inútil… y sí, también nos enseñaba a derivar e integrar.
Quizás con una pequeña anécdota logre transmitir un poco lo mucho que significó este profesor para nosotros. Un par de años después de haber salido de la prepa, Cachi sufrió una fuerte hepatitis y requería un trasplante de hígado; al saber esto, sus viejos alumnos decidimos organizar una kermesse con la finalidad de juntar fondos para la operación de Cachi. Lo llamamós ‘el Cachitón’ y hubo puestos con comida, muchísimos asistentes (llenamos el patio de nuestra primaria, un patio en donde se forman diariamente dos mil quinientos niños) y la constancia de lo mucho que Cachi significaba para nosotros. Un saludo al buen Enrique Alonso, donde quiera que se encuentre!
315,360,000 segundos (II)
Yo no sabía qué hacer de mi vida. No sabía qué carrera estudiar, ni dónde, ni por qué. Ahí nos quedamos en el post pasado. Pocas veces en mi vida me he quedado tan pasmado como cuando tuve que tomar «la decisión más importante de tu vida» (esa pinche frase que repiten hasta el cansancio los profesores y receptores de solicitudes en las universidades).
No es que me las quiera dar de muy chicho, pero por ahí guardo la copia de los resultados de mi examen vocacional que son realmente tristes. Uno llega lleno de dudas con la Consejera esperando que, cual sombrero colocador te diga qué harás de tu vida, para que al final te salga con el chistecito de que, de la amplia gama académica, eres elegible para el 95% de las carreras. Así que como yo no sabía qué diablos quería de mi vida y estaba yo en mi etapa ‘revolucionaria’ que agarro un día y que decido largarme de viaje a Zacatecas. Solo y mi alma. «Encontrarme a mí mismo», me dije. Pero eso no bastaba para calmar a mi etapa ‘revolucionaria’… así que no sólo decidí irme a Zacatecas sino que además me quise ir en tren.
Un pequeño paréntesis para los compañeros de otros países. En México se suele decir que la Revolución (la de 1910) se hizo en tren. Lo que pocas veces se menciona es que después de la Revolución, el gobierno le dio poca o nula atención a las vías de ferrocarril o al servicio en tren. Esto provocó que a mediados de la década de los noventa, los ferrocarriles en México fueran verdaderamente lamentables y que jamás nunca nadie pensaría en ir de un lugar a otro en tren. De veras. Pueden preguntarle a su mexicano de confianza si en algún momento de su vida ha viajado en tren y las probabilidades de que les diga «jamás nunca» son muy altas.
Pues ahí va Salvador, a Zacatecas, en tren, a punto de salir de la prepa. Para los enterados, el viaje del Distrito Federal a Zacatecas se hace en un camión de línea, así facilito, limpio y bonito, en más o menos 6 horas. Yo tardé 18. Dieciocho horas en llegar de la estación Buenavista a la ciudad de Zacatecas, Zac. No estoy seguro pero creo que si me hubiera ido trotando hubiera llegando antes.
Además estamos hablando de una época en la que no había un uso tan masivo de teléfono celular (yo acepté tener el mío hasta bien entrado 1999 y en mi escuela el celular sólo lo tenían los pudientes del área III), por lo que para la hora en la que hablé a mi casa avisando de mi llegada, mis padres ya me hacían víctima de un asalto de cuatreros a lo largo del camino. Pobres. Me cae que ni vendiendo el tren como fierro viejo les hubiera costeado a los supuestos cuatreros el asalto al tren.
Llegué a Zacatecas molido como pocas veces, busqué un hotel barato y comencé a vagar por la ciudad buscando una señal de lo que debía hacer de mi vida. Según yo, en algún punto tendría que encontrarme con una señal divina e inequívoca que me diría hacia donde dirigir mis pasos académicos. La hice de vil turista durante un par de días, conocí iglesias y museos hasta hartarme y no fue sino hasta la noche del tercer día que dije: «Salvador, es hora de que conozcas la vida nocturna de Zacatecas». Ustedes se preguntarán que cómo es posible que haya tardado tres días y dos noches para decidirme a *salir*. La respuesta es sencilla. Era yo un ñoñazo.
Si nos remitimos a los años dorados de 1997 piensen en alguien gordito, con peinado de libro abierto, lentes de fondo de botella que cubre el 75% del rostro y con combinaciones monocromáticas en lo que a ropa se refiere. Pensemos en el ñoño que saca puros dieces, que no comparte sus apuntes y que realmente se preocupa por exentar los examenes semestrales y finales. Piensen, en pocas palabras, en ALGUIEN QUE ELIGE ZACATECAS COMO DESTINO PARA ENCONTRARSE A SÍ MISMO!!!! Dios… me cae que no sé cómo me dejaron sobrevivir mis amigos.
Por supuesto, mi noche fue un fiasco. Terminé en una discoteca (sí, sí… ese era el término, «discoteca») que en algún momento ha de haber sido la sensación por estar dentro de una mina, pero que para el año en que yo fui era la cosa más vacía y patética del planeta. Mala música, mal ambiente, malo todo. Con decirles que terminé compartiendo la mesa con una familia que había ido de vacaciones y que querían que sus dos hijas conocieran una *disco*. Las hijas tenían 12 y 10 años, espectivamente.
Cuando salí del lugar miré al cielo y comenzó a caer una ligera lluvia. En ese momento supe que estudiaría Actuaría. ¿Por qué? No lo sé. Es más, sigo sin saberlo. Sobretodo porque dos semestres después de comenzada la carrera, terminé cambiándome hasta de universidad.
315,360,000 segundos
Esta semana se cumplen diez años que salí de la prepa. Diez añotes. Y sí, si ustedes son fieles seguidores de este blog, se habrán dado cuenta que mi prepa es una etapa que apenas voy superando.
Diez años da perfecto tema para una película. Porque no es que quiera sonar a ruquito pero la neta es que así como siento que apenas fue ayer la última vez que estuve sentado en mi banca del 106, también creo que han pasado mil cosas (toda una vida) desde que salí del H.H.H. Centro Universitario México. Es más, si hay algún preparatoriano que esté viviendo esos momentos a lo largo de estos días, permítanme contarles el final de la historia: sí, van a dejar de ver a personas que ahorita juran que nunca dejarán de ver.
Claro, hay amigos que duran eso y más, ya sea porque son perseverantes (ustedes y ellos) o porque las circunstancias los siguen haciendo pasar cosas juntos. Pero hay muchos, muchíiiisimos más que nomás van a saber de ellos cuando se casen o -sí, también sucede- cuando se mueran.
Esta semana se cumplen diez años de que salí de la prepa. Anécdotas hay miles (aunque siempre que nos reunimos mis cuates y yo contamos las mismas diez una y otra y otra vez) con buenos recuerdos que te ponen una sonrisa hasta el día más ocupado de chamba. Y aunque acordarme de los pequeños grandes detalles de ese último año me daría para más de dos blogs, esta semana la trataré de dedicar a escribir de mi sexto de prepa. No sólo trataré de acordarme de lo que sucedió entonces sino, sobretodo, de recordar-me. Recordar cómo era, qué pensaba, qué hacía y por qué.
Por principio de cuentas puedo decirles que si ahorita tuviera que tomar de nuevo la decisión de qué carrera estudiar, en dónde y por qué, me daría un tiro.
Fuego
1. He cambiado de chamba y he llegado a un nuevo lugar. He tenido que aprender mucho en poco tiempo. Eso de las curvas de aprendizaje está cañón… quién sabe cuántos miles de millones de dólares le costará a este planeta el aprendizaje humano (laboral, social, cultural, sexual, intelectual…)
Pero bueh, el asunto es que ando en nuevas cosas y nuevos parajes laborales. De hecho, acabo de firmar mi contrato. En él, me obligo a prestar mis servicios y desarrollar mis actividades con «eficiencia, eficacia, intensidad, cuidado, probidad, honradez, lealtad, entrega y esmero». Así dice el contrato.
Me gustó.
Claro, me gustaría aún más que se dedicaran a armarla de tos cada vez que el «empleado» no trabajara bajo el régimen anterior. Me gusta mi nuevo trabajo.
2. Creo que lo que más me gustó del contrato fue que tengo que trabajar con intensidad. Cada vez que escucho esa palabra no puedo dejar de pensar que la vida -aunque suene a comercial de condones- debe vivirse con intensidad. Y luego me pongo a pensar que el verbo vivir debería incluir en su definición el concepto de intensidad, porque vivir lo que se dice VIVIR, sólo se puede hacer con intensidad. Lo demás es pasar el tiempo.
Me caen bien las personas que viven. Me caen bien las personas que deciden caminar por este mundo con verdadera intensidad. Justo este fin de semana me platicaban de un hermano marista de nombre Basilio Rueda. El nombre medio me sonaba (digo, estuve 12 años metido en reclusorios de paga colegios maristas… las cosas se te quedan por repetición) pero lo que realmente me llamó la atención fue la frase que me dijeron de él. La busqué en internet y la encontré. Y aquí la transcribo pero sin el trasfondo religioso que tiene el párrafo original:
«Estás quemando la vida por los dos cabos» -me recordaba el Hermano Léonida-, y me enviaba una página entera de Life en la que se veía un cirio encendido por los dos extremos. Y yo le envié una respuesta tal vez algo insensata: “Ese ha sido siempre mi ideal”.
Quemar la vida, incluso si ha de durar menos tiempo de lo que pudiera haber durado.
Quemar la vida. Reducirla a cenizas. Acabársela, consumirla toda. Aún y aunque dure menos tiempo de lo que pudiera haber durado. ¿No es eso lo mejor que podrías ofrecer? ¿No es lo mejor que podrías hacer?
La vida no se vive. Se quema.
Old News
Digamos que estaba revisando cómo llega la gente a este, su blog de confianza.
Digamos que vi un link extraño, perdido entre referencias a las tradicionales búsquedas relacionadas con el examen de admisión a Procter & Gamble (primerísimo tópico que atrae gente a mi blog), gente que busca información del programa «El Informal» (en donde ya no escribo pero que ocupa el segundo lugar en searches) y personas buscando a «los más guapos del ITAM» (¡no es broma! y no saben la cantidad de hits que me da esa búsqueda, eh!).
Digamos que seguí ese link extraño.
Digamos que ese link me llevó a una página que es un archivo hemerográfico en línea.
Y tómela, que me encuentro con esta noticia.
Vean la fecha bien… Sí, hace 10 años yo reciclaba papel, ganaba premios de Ciencia y Tecnología y salía en el Reforma. Ah! y no sólo eso, nuestro reportaje salió en la portada del suplemento! (en una de las peores fotos que me han sacado en toda mi vida).
Para leer el artículo completo, dar click aquí.
Cinemex
En cuarto de prepa yo tenía un profesor de matemáticas que todos conocíamos como Esperón (sí, ese era su apellido). La particularidad de este profesor (porque, curiosamente, todos los profesores de mi prepa tenían algún rasgo muy muy distintivo) era que tenía cara de un chavo de 20, voz de un tipo de 40 y la personalidad de un tipo de 50. No era ni buen ni mal maestro; era perro pero manejable y su otra gracia eran las frases que parecían sacadas de un baúl con olor a viejo.
Si, por ejemplo, Ramírez le lanzaba una goma a Martínez y Esperón se daba cuenta, soltaba un «Ramírez, no le ande midiendo el agua a los tamales» con voz pausada y rasposa. Si, a la clase siguiente, Martínez le contestaba la afrenta a Ramírez, Esperón sacaba un «Martínez, me está llenando de piedritas el buche«.
Un día, estando Esperón de espaldas al salón de clase, se oyó un maullido. Sin voltear, Esperón dijo «A ese gatito le vamos a dar su lechita«. Nada causa más risas generalizadas que un albur dicho por el profesor del que menos lo esperas.
Pues bien, el sábado fui al cine. Desde esta ocasión, mi primera opción cuando salgo al cine, es ir a Cinépolis. Pero resultó que los boletos estaban agotados en Perisur y pues lo más cercano era ir a Cinemex Cuicuilco. ¡Pero qué bruto, qué malo es! Y se nota, eh! Pues mientras que en Cinépolis no había boletos sino hasta las 11 de la noche, cuando llegué a Cinemex (7.20) todavía había lugar para las funciones de las 7.15.
Durante toda la película el sonido estuvo malo y se escuchaba como si una de las bocinas de detrás de la pantalla hubiera estado volada. La imagen estaba mal cuadrada (o sea, toda la película vimos la parte blanca de la pantalla abajo de la imagen y un cacho de la película en las cortinitas que tapan la parte de arriba), sin mencionar que mi acompañante pudo haber no pagado ningún boleto pues el fulanito encargado de cortar los boletos ni siquiera se fijó en quién entraba con boleto y quién no.
Para acabarla de amolar, la película estaba bastate chafona (WTC, de Oliver Stone). Digo, eso no es culpa de Cinemex, pero ya con eso salí bastante poco conforme del cine. Ahora sí, Cinemex, me llenaste de mermelada los bombones!
Mission: Impossible
Se enciende el cerillito que prende una mecha y comienza a correr el fuego mientras se escucha la musiquita compuesta por Lalo Schifrin (en pocas palabras, el «chan chan, chanchanchan, chan, chanchanchan…. turirú, turirúuu, turirúuuuu, turi»)… ¿por qué?
Resulta que desde siempre se me ha dado el choro. No piensen con esto que soy la persona más extrovertida del mundo, muy por el contrario… pero cuando la calificación de un ñoño depende de si puede echarse un choro o no, comienzas a formar un callo muy particular para aventar el verbo. Así pues, desde chiquito, en los actos cívicos, me tocaba ser el maestro de ceremonias o al que le tocaba declamar alguna poesía en honor del descubrimiento de América (obvio todos odiaban al matadito que, en lugar de estar paradote en el sol haciendo una tabla gimnástica, estaba en el palco con el director y los invitados especiales). Ya en la secundaria, era el que participaba en los concursos de oratoria, algunas veces voluntariamente y otras a fuerzas porque yo era el gallo de mi maestra de Literatura, conocida en los pasillos del Instituto México Secundaria como «La Luchadora». Para la prepa y la universidad, si algo se me daba bien eran las presentaciones del algún tema frente al grupo… en pocas palabras, hablar en público nunca ha sido un problema.
Después entré a una estación de radio donde, no es complicado entenderlo, mi choro continuaba siendo mi principal fuente de gracias y satisfacciones. Algún tiempo después, entré a trabajar en una multinacional a la que le di mi alma en calidad de arrendamiento. Ahora que hago este recuento, no me parece tan extraño que me hayan escogido los de Procter & Gamble para el área de ventas. Ahí me enseñaron (‘entrenaron’ es un verbo más preciso) para vender absolutamente cualquier cosa… hasta shampoos!
Según yo, al salirme de P&G, le había dicho adiós a mi vida como vendedor. Craso error!
Acaba de llegarme un mail de la chamba cuyo contenido transcribo a continuación (la censura es debido a lo delicado del asunto)
El propósito de la presente es hacer de su conocimiento, que nos han contactado de la oficina del Diputado *************, Secretario de la Comisión de *********** de la Cámara de Diputados y Coordinador de los trabajos para el dictamen de la Minuta de Ley de ************, para pedirnos que exprese su posición frente a la citada Minuta y de respuesta a las inquietudes que se tienen frente al tema para que los diputados puedan elaborar su dictamen.
En pocas palabras, el día de mañana (miércoles) voy a tener que venderles una ley a un grupo de diputados en San Lázaro. Tratar de hablar con ellos será todo un reto… presentarles los beneficios de la ley será tremendamente difícil, sobretodo porque nuestros diputados no son las personas más inteligentes de este país (cualquier pensaría que son, precisamente, todo lo contrario)
Ante esta complicada situación, sólo me queda ampararme a lo que le decía Anthony Hopkins a Tom Cruise en Mission: Impossible II
Mr. Hunt, this isn’t mission difficult, it’s mission impossible.
«Difficult» should be a walk in the park for you.
Si los diputados no me muerden mientras les hago la presentación, les platicaré en este blog lo que sucedió… mientras tanto no dejen de ver el canal del Congreso, en una de esas hago mi debut!