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Ciclos
Durante diez años, la Revolución mexicana transformó el país en un campo de emboscadas. Como otras familias, la de mi abuela se refugió en la capital, esperando que la desgracia fuera contenida en la sede del poder. Cien años después, los capitalinos tenemos la misma percepción ante la amenaza del narcotráfico. La metrópoli que en tiempos normales es el sitio más inseguro, se convierte en último refugio en la tragedia.
– Juan Villoro. Mi Padre, el cartaginés
Leído en Revista Orsai.
Situado de Fresa
– Pues yo vi los primeros cinco capítulos de Fringe y me pareció ‘meh’
– (acento argentino) Y sí, los primeros diez capítulos están de ‘meh’… Pero después llegás al once y la serie se vuelve fenómeno.
Por supuesto que ya estoy viendo cómo diablos me siento a ver todos los capítulos de Fringe. Quien me estaba recomendando la serie no era cualquier persona. Es más, hoy dudo que sea una persona-como-la-conocemos. A quien tenía platicando a mi lado, recomendándome series, hablándome de su vida, de su forma de escribir y hasta de curiosidades del lenguaje, era a Hernán Casciari. Sí, ese que escribe Orsai.
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Todo comienza con mi imposibilidad patológica de recordar una cara o un nombre. Debido a esa imposibilidad (que muchos llaman imbecilidad), yo voy por la vida ‘conociendo’ a la misma persona cinco veces. Seis si la persona aguanta la majadería de que yo no la reconozca después de habernos presentado en múltiples ocasiones.
«Hola, mucho gusto, soy Salvador Leal» es lo que digo una vez y otra vez. A eso casi siempre escucho un «sí, nos conocimos en la comida de Fulanito», «claro, fuimos a la universidad juntos», «justo ayer nos vimos», «soy tu primo, wey».
Y como yo no reconozco a nadie, persona que me agrega en algún medio social (Facebook, Messenger, etc.) prácticamente la acepto sin chistar. Para mis adentros pienso que seguro es alguien que acabo de conocer, que me está agregando y que yo no le voy a hacer la grosería (otra) de no aceptarlo como amigo. Y como ahora uso Digsby, pues la gente que me manda mensajes puede estar en prácticamente cualquier plataforma tecnológica, desde GTalk hasta LinkedIn, y yo no distingo a las unas de las otras.
Así, el martes pasado, me llegó un mensaje de alguien que medio santo y seña de mi vida durante los últimos cinco años. Lo mejor fue que la última vez que nos vimos, ella estaba metida en una botarga de hormiga y corría por una pista de atletismo. Y por impactante que les parezca la imagen, mi terrible memoria nomás no la registra. Sea como fuere, me recordó quién era y me puso sobre la mesa una oferta difícil de aceptar. Hernán Casciari, Orsai Oh Orsai, estaría unas cuantas horas en territorio mexicano, se vería con esta chava y me invitaba a platicar con él.
Aquí cabe un pequeño paréntesis. Varias veces he escrito en este blog que odio a Orsai (link, aquí). Y por supuesto que el tema salió a colación. Sí, lo odio con todo mi ser. Lo odio como se puede odiar a alguien con un porcentaje de bateo perfecto, con textos redonditos, con una obra de teatro que triunfa en Buenos Aires y que media Latinoamérica está comprando los derechos… y con un trabajo ‘formal’ en donde le pagan por ver televisión.
Y si sus textos son simplemente geniales, su conversación es justo como uno se la hubiera imaginado con un cuate así: deliciosamente alocada. A lo largo de casi cuatro horas y acompañados por una jarrita de clericot, Hernán nos platicó de sus inicios en el periodismo económico, de la intersección de su vida real con su vida en línea, de cómo se avergüenza de que personas como nosotros (como yo) lo consideremos grande entre los grandes, de su gusto por el tabaco fuerte y de las diferencias entre el verbo ‘situar’ y el verbo ‘licuar’.
Lo que más me llamó la atención fue descubrir su pasión por escribir para todos. De incluir a la mayor cantidad de personas a la fiesta en la lectura de sus textos. «No escribás con el adjetivo más complicado; no se trata de demostrar que sos el más inteligente, sino que podás contar una historia y que la contés bien», nos dijo. Su obstáculo son los localismos, pero su deseo es lograr contar historias universales, sencillas pero que toquen algo que todos tenemos o que todos compartimos. Me encantó su sencillez y al mismo tiempo su seguridad en sus textos. Platicamos de cómo quisiera tener el hábito de acercarse una grabadora y hacer anotaciones mentales, de sus encuentros con su Mr. Hyde interno que le deja recados en su celular y de su sorpresa al enterarse que su obra «Más respeto que soy tu madre» en Buenos Aires tiene a personas durmiendo fuera del teatro esperando boletos.
¿Y a qué vino Hernán? Simple: a firmar para que hagan esta obra acá en México. Es la sensación del momento. Creo que en algún momento se lo dije: Hernán, eres un rockstar, eres U2. Pide que de tu regadera salga agua Evian la próxima vez que vengas a México.
No creo que lo haga. Hernán es un gran tipo. No le gusta salir de casa así que cuando sale, su cabeza seguramente está pensando en cuándo va a regresar, no en si quiere que sólo haya M&Ms rojos en su cuarto de hotel. Lo que sí es prácticamente seguro es que Hernán regresará cuando la obra se estrene. Y ahí sí, llamaremos a todo el mundo, y su tía, para que vengan a ver el buen tipo que es.
Corre por mi cuenta.
Busted
Odio a Orsai.
Lo odio como odio pocas cosas. Lo odio por muchas razones.
Hoy leí una más:
La mentira tiene mala prensa porque en general se utiliza con mezquindad: para sacar provecho, para vengarse de otros, para obtener crédito espurio, para fingir o alardear. Esa es la mala mentira. La buena mentira, en cambio, es generosa: ahí reside la única virtud de la mentira y de las mujeres feas. Ese pequeño detalle es lo que convierte a la mentira en arte, lo que le da categoría de ficción.
La mentira es un alimento nutritivo, pero debe ser emitida para salvar a otros del aburrimiento, no para salvarse uno de su realidad o su frustración. La historia de Pinocho no es verdad, pero Collodi no escribió esa mentira para ostentar, ni para dejar de pagar la cuota del coche, ni para que los demás lo creyeran musculoso. Urdió esa mentira para entretener a la gente, como Comequechu aquella tarde. Fue generoso y tuvo su recompensa: no le creció la nariz.
Esos dos párrafos vienen de un post que se llama «Los dos Rulfos«. Y en esos dos párrafos, Orsai pone en letras lo que yo hago de a diario en este blog, en lo que creo firmemente a la hora de sentarme a escribir y lo que he practicado varias veces en muchas pláticas con amigos y familia. Yo lo llamo ‘mejorar la realidad’; él le dice ‘anécdota mejorada’. Yo nunca lo había sabido describir bien, él no lo puede decir mejor.
Lo peor de todo: en ese post, Orsai me pone al descubierto.
Maldito.
Lo odio.
P.D. El post de Orsai es de marzo de este año. Eso obedece a que lo odio tanto que lo leo cada tres meses. Maldito.
Grow Up
Facebook sigue dando de qué hablar en mi vida.
Resulta que alguien de mi generación de la prepa (CUM, 94-97) abrió un grupo al que poco a poco han ido entrando más y más personas de las que hace -literalmente- AÑOS no sabía nada.
Esto sería divertido de no ser porque este año se cumplen 11 años de que salí de la prepa. Unos han embarnecido, otros han perdido el pelo y la gran mayoría… pues sí, han crecido. Orsai (ese maldito) ya había hablado de los caradeforme, ese grupo de personas que conociste hace mucho, mucho tiempo y que encuentras después de mucho tiempo. Facebook es la más grande galería de caradeformes que existe.
Y Dios Morrissey, siendo lo grande que es, acaba de estrenar el video de su canción «That’s how people grow up» que, nomás porque viene muchísimo al caso, me permito postear:
Besos
En el universo de la blogosfera, me parece que Orsai hace trampa y no juega el mismo juego que todos jugamos. El tipo es, simplemente, demasiado bueno para escribir. Pero dejando de lado la enorme envidia que le tengo a la forma en la que desarrolla sus temas, el día de hoy hizo que me acordara de una época que yo ya había olvidado. La etapa de mi vida en la que yo besaba hombres.
Me explico.
Justo hace diez años tuve la fortuna de vivir un buen rato en Buenos Aires y conocer de cerca la sociedad argentina. Ya lo he dicho en otras ocasiones, a mí eso de ser turista no me gusta; lo mío, lo mío, lo mío, es ser un viajero. Alguien que sabe que se debe bajar del autobús una parada antes pues se ahorrará diez pasos menos en llegar a su casa o quien ubica al mismo vendedor de periódicos todas las mañanas. El tipo de cosas que los turistas jamás notan.
Pues bien, ese tipo de experiencia la viví al estar en Buenos Aires. El tiempo que pasé en Argentina me permitió conocer las profundas diferencias (y las cercanas similitudes también) que marcaban a los pueblos argentino y mexicano. En aquella época un peso argentino era igual a un dólar americano, lo que volvía a esa ciudad algo obscenamente caro para un jovenzuelo de 17. El uso del tren y la chafez del metro fueron otra de las cosas a notar de diferencia entre mis dos ciudades. Pero la principal de todas ellas, la que más marcado me dejó, es justamente de la que habla Orsai en su último post: los besos.
Resulta ser que, por razones que desconozco pero que seguramente tendrán que ver con el delirio obsesivamente europeo que manejan los argentinos, cuando dos hombres en Argentina se saludan, lo hacen de beso. Sí, como lo leen. Los hombres se besan.
Así como aquí en México nos hacemos notar porque cuando conocemos a una mujer la saludamos de beso y abrazo, allá van un paso (?) adelante y cuando dos hombres se encuentran en la calle, se agarran del cuello y se dan un beso en el cachete.
Por supuesto, se podrán imaginar el corto circuito mental y cultural que esto provocaba. Yo llegaba a una fiesta con mi botella de Quilmes y alguien, no sé, Santi, desde el fondo del salón gritaba: «Pero que ha shegado el mexicaaaa-no!» Después de decir esto, cruzaba todo el departamento, me agarraba del cuello y me besaba. Yo no soltaba la botella de Quilmes como si de ello dependiera mi vida. Santi, dicho sea de paso, siempre traía una barba de tres días, por lo que al shock de ser besado por un hombre, agrégenle el shock de sentir barbita tocando tu, hasta entonces, virginal cachete.
Porque después de Santi (diminutivo de Santiago) venía Tincho (diminutivo de Martín), Santiago, Mateo, Matías, Facundo, Torli, Gabriel, Flavio y Ezequiel. Y todos te daban un beso y peor, OH PEOR!, todos esperaban recibir uno tuyo.
La primera semana fue más o menos fácil no caer ante el poder de la costumbre. Uno llegaba con cara de macho imaginándose Pedro Infante y diciendo por dentro «a mí ningún argentinillo me va a obligar a que lo bese». A la tercer semana, uno terminaba aplicando el «a la tierra que fueres, haz lo que vieres» y no sólo comenzaba a recibir besos sino que hasta le comenzaba a encontrar la razón del ser de la exótica manía de darle besos a los hombres. Al mes, entre lo pegajoso del acento, los modismos aprendidos y la costumbre auténtica de darle besos a los hombres, yo podía pasar por el mismísimo Martín Fierro.
Orsai compara la capacidad de darle besos a tus amigos con la profundida de la relación que puedes tener con ellos. Sé que bromea, pues tengo la fortuna de tener a mi alrededor amigos hombres que me conocen de cuerpo y alma sin que nuestros cachetes hayan sentido la necesidad de tocarse jamás. Bueno, con excepción de uno que fue, justamente, el primer amigo al que vi a mi regreso de Argentina y al que, con mucho gusto, me acerqué, lo tomé del cuello y le propiné un sonoro beso argentino en su mejilla mexicana.
Mi amigo, totalmente sacado de onda, sólo atinó a decir: «¡veo que vienes muy cambiadito!».
Perpetual identity crisis
Ya lo había dicho Orsai, de repente uno cree que está solo en el mundo. Que es el único que sufre de alguna fobia o filia, pero gracias a internet hemos descubierto que no estamos tan solos.
A continuación, un texto que sólo publico porque sé que el link a la página se perderá en la inmensa lista de páginas de internet guardadas en mi navegador. El link me lo pasó, justamente, un cuate que me conoce mucho antes de convertirme en economista/locutor/creativo… y que desde entonces me hizo ver que estar en una crisis vocacional permanente no es tan malo.
(…) As the conversation unfolded, we started talking about interdisciplinarity being the key to the next intellectual shift. The problem with disciplines is that they’re too narrow and all you can do is improve in one little niche arena. The key to intellectual shifts is the key to creativity. Ronald Burt talks about how social network bridges are super creative because they draw on ideas from disparate parts of the network. Of course, this is why i love the idea of apophenia – making connections where none previously existed. It’s all about building synaptic connections between things that were otherwise unconnected.
I think that it’s hard to be interdisciplinary. I think everyone *wants* to be interdisciplinary but that seems to mean draw haphazardly from different disciplines, throw into the blender, add a few spices and voila interdisciplinary gazpacho. I want a chemical reaction dammit.
The problem with being interdisciplinary is it that means staying in a state of perpetual identity crisis. I think that this is fundamentally hard for academics. Many of us grew up as ostracized freaks and geeks and felt such glory in fitting in. There’s something desperately comforting about fitting it, about being amongst peers. Staying in-between, outside and perpetually bridging any dichotomous definitions is exhausting. I think about how many people i know who identify as someone in-between (fe)male but eventually chose to identify as one or the other. Alternatively, i think about inter-racial identities and how some of my friends happily proclaim the identity of hapa. When no identity out there works, you end up developing a new one. Of course, this happens in academia all the time. There are new interdisciplinary departments popping up daily in academia.
(…)
I think that i relish staying in a perpetual state of identity crisis. Well, i go back and forth. Sometimes, i desperately want a cohort, a community. But every time a journalist asks me how to label me, i laugh.
El texto, aquí.