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La vida irreal de Salvador Leal

El Golpe

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Tengo el sueño extremadamente pesado. Una vez que caigo en mi cama (o, en situaciones extremas, en el piso, la mesa, el sofá o el asiento de atrás de un coche) no hay poder humano ni divino que me pueda mover. No despierto sino hasta que el reloj biológico de mi cuerpo diga ‘okey, por hoy es suficiente’.
Ahora, además de tener el sueño pesado, tengo la capacidad de dormirme en cualquier situación o circunstancia si el cuerpo así lo pide. Me puedo dormir con la tele encendida a todo volumen en un interesantísimo programa de política exterior (cfr. Oppenheimer Presenta) o con el estéreo tocando el disco de The Shins. Puedo dormirme a plena luz del día con una banda marchando alrededor de mi cama o puedo dormirme al calor del suave sol veraniego bajo la sombra de un árbol en el campo de la provincia mexicana. Si en alguna ocasión me han llevado serenata (lo dudo mucho), no he tenido a bien enterarme. Una vez cerrados los ojos, caigo en un estado de catatonia similar al de la muerte.

Sólo hay dos cosas que no me permiten conciliar el sueño. Lo primero son los relojes. El tic-tac del reloj es algo que nomás no soporto y que me obsesiona de tal manera que he llegado a arrojar por la ventana relojes que hacen demasiado ruido (esto último lo exageré… pero sí he quitado pilas!).

El otro sonido que no soporto lo sufrí gran parte de la noche de ayer.

INT. CUARTO DE SALVADOR. 1 A.M.
Nuestro protagonista se desliza entre las suaves cobijas de su cama y apaga la luz. A los pocos segundos comienza a conciliar el sueño. Súbitamente, un mosquito comienza a aletear provocando un sonido que despierta a Salvador.

Salvador piensa pensamientos censurados en este relato y se da la vuelta, cubriéndose con las sábanas. El sonido cesa, pero sólo momentaneamente pues a los pocos minutos, el mosquito regresa a las andadas. Sólo que ahora decide hacerle la vida imposible a Salvador. El mosquito ha localizado la oreja y comienza a hacer distintos acercamientos dignos de espectáculo de aviación.

Salvador sólo percibe:
..bbbzzzzzBBBBBZZZZZ¡BBBBZZZZZZZZ!BBBBZZZZbbbzzzzz…..
y otra vez lo mismo. Salvador se imagina al mosquito con lentes de aviador haciendo piruetas en el espacio sobre su oreja. Da tres loops y cae en picada rumbo al orificio auditivo para, en el último segundo, recobrar altura y salvar un choque que se antojaba fatal.
Salvador pierde la noción de cuánto tiempo ha estado escuchando al insecto. Se levanta medio amodorrado, se pega en el dedo chiquito con el borde de la cama (murmura una grosería) y se dirije al clóset donde su mamá guarda las cosas de tlapalería. Ve cuidadosamente acomodadas varias bolsas del supermercado y piensa en ponérselas en la cabeza para evitar que el mosquito lo pique. Desecha la idea por estúpida y sigue buscando.

Finalmente, nuestro protagonista encuentra un artefacto al que se le meten unas tabletas color verde, se conecta a la corriente eléctrica y promete acabar con todos los insectos habidos y por haber. Busca las tabletas y lee que no debe tocarlas pues son altamente tóxicas. Tarda en asimilar la información lo suficiente como para abrir el empaque con los dientes.
Una vez que se da cuenta del peligro en el que se encuentra, corre a lavarse la boca esperando que el fin sea rápido e indoloro. Mientras eso ocurre, mete una tableta (ayudado del plástico que lo envolvía) al aparatito y regresa a su cuarto.

Conecta el aparato y se vuelve a acostar riéndose por dentro del fatídico destino que le espera al mosquito. Se acomoda y comienza a dormirse. Su oído se da cuenta que ya no es un mosquito… AHORA SON DOS!!
No sabe si se están apareando, si están bailando o si intentan hacer un concierto a dos zumbidos. El resultado es francamente desquiciante. ‘Ahorita caen muertos’ piensa Salvador para sus adentros, ‘nomás es cosa de que hagan efecto las tabletas’.

Nuestro protagonista vuelve a perder la noción de cuánto tiempo ha estado escuchando el sonido de los mosquitos, pero lo que más le sorprende es la poca eficacia del producto que usó con el propósito de aniquilarlos. Un foco a medio prender se enciende sobre su cabeza en forma de idea y se para de nuevo de la cama.

Después de sobarse el dedo chiquito del pie por el golpe que se volvió a dar en el borde de la cama, acude de nuevo al clóset en donde previamente había buscado. Revuelve un cajón y finalmente encuentra una extensión eléctrica. ‘Seguramente, el aparatito debe estar colocado en un punto estratégico en el centro del cuarto y no cercano a alguna pared’, piensa Salvador, ‘Lo mejor será conectarlo a esta extensión y ponerlo en un buen lugar donde pueda matar a los mosquitos’. Para estos momentos, Salvador se siente en esa caricatura donde la Pantera Rosa trata de callar a un reloj cucú de todas las maneras posibles.

Una vez que termina de hacer la instalación eléctrica, y respirando aliviado, Salvador se vuelve a acostar. No pasan diez minutos, cuando la feliz pareja de mosquitos vuelve al ataque. ‘Pronto hará efecto, pronto’ piensa nuestro protagonista.
Las horas parecen pasar, y los mosquitos siguen volando. Se podría decir que hasta con más brío y energía que antes.
Sorpresivamente, uno de ellos se para en el cachete de Salvador. ‘¿Le doy o no le doy?’ piensa, ‘¿seré más rápido que un mosquito y podré matarlo con mi propia mano?’

Salvador se decide y suelta un fuerte golpe contra el mosquito. El mosquito muere instantáneamente. Salvador está eufórico. El otro mosquito, asustado, no vuelve a aparecerse por el resto de la madrugada (porque ya es madrugada).
Salvador se despierta muy cansado pero de buenas pues logró ganar la batalla de El Hombre vs. El Mosquito. Entra al baño con el propósito de darse un duchazo y se ve en el espejo.
Nuestro protagonista tiene el cachete inchado por la picadura del mosquito pero, especialmente, por la fuerte cachetada que se dio a él mismo.

Toda la mañana, en su trabajo, le preguntan que quién le pego. Él, avergonzado, sólo baja la cabeza y maldice en silencio al mosquito.

Written by Salvador Leal

julio 1st, 2004 at 10:35 am

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