Laboratorista
En el ITAM, uno no sólo va a clases de Economía sino que además, tienes que ir al Laboratorio de Economía. Los laboratorios de Economía no son otra cosa más que una clase a la semana en donde se ven ejercicios ‘prácticos’ de lo que viste en teoría durante clases; además, sirve para aclarar las dudas que te surgieron durante la clase. Tanto a los ejercicios como a la clase se les atribuía el creativísimo nombre de ‘laboratorios’.
Uno de mis favoritos, por ejemplo, era aquél que hablaba de un huracán que azotaba cierta región de México. Este huracán arrasaba con toda la cosecha de maíz y sorgo, pero dejaba cantidades decentes de trigo. Después de explicarte detalladamente qué siembra había quedado bien y cuál no, te pedían que explicaras qué le ocurriría a la oferta y a la demanda de tortas de milanesa, tacos de carnitas y refrescos, entre muchos otros productos.
Lo que nosotros, jóvenes estudiantes de Economía debíamos hacer, era deducir que el maíz era un insumo para hacer tortillas y que las tortillas eran un insumo para hacer tacos; de igual forma, debíamos llegar a la conclusión de que el sorgo servía para alimentar puercos y que los puercos -obviamente- eran insumo para hacer carnitas. Y a partir de ahí, teníamos que dibujar curvas de oferta y demanda describiendo lo que le sucedería al precio y las cantidades demandadas y ofertadas de tacos de carnitas, refrescos y demás antojitos mexicanos que se les hubieran ocurrido a los maestros itamitas.
Así eran mis laboratorios de economía.
Por razones obvias, si la clase de Economía te la daba algún profesor chipocludo, los laboratorios te los daban alumnos de semestres más avanzados que cumplían su servicio social (y hacían buen currículum) ofreciéndose a resolver las algunas veces estúpidas dudas de los estudiantes de primer semestre. Yo, debo confesarlo, fui un orgulloso laboratorista de macroeconomía.
Pero esa no es la historia que nos trae aquí el día de hoy.
Ya les he contado que Pedro Aspe, nuestro ínclito ex-secretario de Hacienda fue mi maestro (y me sacó del salón). Y aunque era muy bueno como profesor, era bien sabido que la materia de Economía II tenía exámenes departamentales con estándares que los alumnos del Dr. Aspe no lograban alcanzar únicamente asistiendo a sus clases. Sabiendo esto, un amigo y yo decidimos meternos de oyentes a la clase de otro profesor de Eco II con la finalidad de tener todos lo necesario para pasar el departamental sin perdernos the Aspe Experience.
Este otro profesor se llamaba Gonzalo Hernández y era particularmente popular entre las alumnas que asistían a clases y que acaparaban los lugares de hasta adelante. Era joven, alivianadísimo (con excepción de los exámenes) y bastante jovial; un día durante el curso llegó con el pelo pintado de rosa ante la mirada sorpresiva de todos los que estábamos en el salón. Para la pregunta inmediata, su respuesta fue obvia: «… pues es que si hubiera sido niño me habría pintado de azul». Desde luego, las niñas del salón se derritieron ante la noticia.
Sin embargo, la historia que hoy les cuento no es ni de Pedro Aspe ni de Gonzalo Hernández, sino del laboratorista de Gonzalo.
Como se podrán imaginar, ir a la clase de Gonzalo te medio obligaba a ir también con su laboratorista (sobretodo porque el laboratorista de Aspe era un mamón insoportable). Pues bien, a la fecha, esos laboratorios son los que más se me han quedado grabados en la memoria. El laboratorista no sólo era muy bueno con los conceptos y los tips para el departamental sino que además era tremendamente divertido y ocurrente. Los ejemplos que ponía eran todo menos aburridos y, gracias a él, aprendí conceptos como el excedente del consumidor visualizando cervezas y cigarros en un antro a las 3 de la mañana. Insisto, el tipo sabía lo suyo y era muy bueno poniendo ejemplos.
Como era apenas unos años mayor que el resto de la clase, la relación con él era mucho más cercana. Gracias a varias conversaciones, supe que iba atrasadón en sus materias, que había sido alumno marista (si son como plaga!) y que había entrado a trabajar con Ricardo Rocha, que en aquel entonces tenía un noticiero llamado ‘Detrás de la Noticia’. Varias veces lo llegué a escuchar (Rocha lo ponía a conducir los noticieros del fin de semana) pero no era ni una décima parte de lo ocurrente y divertido que era en el salón. Alguna vez se lo dije y creo recordar alguna respuesta que tenía que ver con la credibilidad y la seriedad de las noticias; le contesté que el dar noticias y el ser solemne no sólo no iban con él sino que eran de flojera y que le dejara eso a Ricardo Rocha o a Jacobo Zabludowsky. Ya no me acuerdo en qué terminó la conversación.
Acabó el semestre y lo dejé de ver. Supe por Gonzalo que se había titulado pero que los medios de comunicación era lo suyo y a eso planeaba dedicarse. Después lo vi con su esposa un domingo en San Angel y aunque quizás me hubiera reconocido, ya no me acerqué a saludarlo.
Hoy es imposible no pensar en él casi a diario. No sólo trabaja en la estación donde yo solía trabajar, sino que además me despierto con él todos los días que voy al trabajo. Raro… uno nunca sabe en dónde se va a terminar encontrando a su laboratorista de Eco II.