López, Pancho López
Debido a la construcción del lugar donde trabajo (una antigua casa en Polanco), mi oficina es la región más privada y alejada del ajetreo cotidiano. A reserva de platicarles más de cómo está construido el lugar donde trabajo, les puedo decir que para llegar a mi oficina (que más bien es como mi *cuarto*) hay que subir una serie de escaleras y cruzar varias puertas que, al final, desembocan hasta mi sacrosanto working space; háganse de cuenta ‘la casa de atrás’ que describe Ana Frank en su Diario. Gracias a esto, yo puedo llegar en la mañana y, si no tengo que ir a la impresora, no volver a ver al resto del staff hasta que salgo en la noche.
Sí, sé que soy un antisocial… pero eso es tema de otro post.
El asunto es que sólo en raras ocasiones alguien sube hasta mi cuarto y generalmente son o la señora de la limpieza o el office boy que me trae mi comida o que viene a vaciar mi bote de basura. Insisto, en este búnker podría resistir sin problemas de abastecimiento, más de tres meses. Nomás me faltaría el Sky para los momentos de esparcimiento.
Debido a estas enormes libertades y con el calor que nos hemos estado recetando, he estado tentado a imitar a Tom Cruise en Risky Business y ponerme a bailar y cantar por toda mi oficina en nada más que mi ropa interior. La única razón por la que no lo hago es porque, al tener ventana, violentaría la intimidad de los vecinos de la colonia Polanco… pero inclusive eso podría tener solución. Con ese escenario puesto, mi oficina se ha convertido -literalmente- en mi cuarto. Ya tengo juguetes, pósters, libros (que no tienen nada que ver con mi trabajo), botanas, refrescos… es como un pequeño departamento de soltero laboral.
Si las secretarias nunca vienen por acá, mi jefe mucho menos. Es más, según yo, él no conocía esta sección de la casa… ¡SEGÚN YO!
Hace algunos días alguien abrió la puerta intempestivamente y, helo ahí: mi jefe!. Nomás faltó que me agarrara jugando con mis cochecitos en el piso. Mientras me daba unas instrucciones, sus ojos recorrían los distintos rincones de mi cubil: el corcho donde igual pongo las cosas urgentes que los flyers de restaurantes de comida para llevar, mi macro-vaso de Hulk, la colección de carritos, los Rancheritos a medio comer y, lo más obvio, la pila interminable y desordenada de papeles y documentos.
Afortunadamente no me dijo nada, pero al día siguiente lo primero que hice fue *escombrar* (¿a poco sus mamás o abuelitas no usan[aban] ese término?) para que, si regresaba, encontrara todo como si un economista profesional trabajara en esa oficina.
Desde entonces mi jefe no ha vuelto a subir; no sé si por miedo o por prudencia. Pero hasta el día de hoy, todo estaba listo para que en cualquier otro momento en que nos encontráramos, se llevara la mejor impresión de mí. Todo: dientes lavados, zapatos boleados, traje recién tintoreado, pelo engominado (but of course)…
… sólo que al wey se le ocurre llamarme por teléfono cuando estaba escuchando las últimas canciones que bajé de internet y para mi mala suerte, la rola que tenía tocando era ‘Pancho López’ de Lalo Guerrero (sí, tengo malos gustos y qué?). Lo peor es que la computadora se trabó justo antes de que él llamara… y no pude bajarle al volumen de la música!!!
La llamada duró unos treinta segundos y sus instrucciones fueron acompañadas por una melodiosa voz cantando «panchooooooo, pancho lópez, chiquito pero matón!»
Ahorita nomás estoy esperando que la secretaria me llame para que pase a recoger mi cheque.