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Locutor
En otras ocasiones he hablado del enorme respeto profesional que le tuve y la fuerte carga emocional que tuvo en mí Emilio Ebergenyi. Mis incursiones como locutor (llamar «carrera» a una verdadera vocación siento que es menospreciarla un poquito) no se explican sin la influencia de este señorón. Y desde hacía tiempo tenía ganas de reproducir este texto que Juan Villoro publicó en el periódico Reforma en noviembre del año pasado; me parece un homenaje con mucho sentimiento de alguien que tuvo la fortuna de tenerlo como amigo y que fue víctima de sus ocurrencias. Ahí les va. Disfrútenlo.
Acto de presencia
Por Juan Villoro(27-Nov-2009)
Locutor que marcó una época en Radio Educación, Emilio Ebergenyi dividió su relación con la escritura en dos zonas: la diurna y la nocturna: «Escribo a cualquier hora del día, pero cuando lo hago de noche, me cubro con aires de grandeza pensando que soy un gran escritor, un poeta. Sólo para descubrir, al día siguiente, que soy una persona a la que le gusta escribir». Apasionado a ultranza, amaba desvelarse y amaba madrugar. Tomaba en serio la poesía y luego la trataba como algo prescindible.De 1977 a 1981, lo vi escribir al reverso de los guiones de El lado oscuro de la luna. Durante las canciones, trazaba bosquejos y escribía poemas. Nunca tachaba sus dibujos (máscaras fabulosas, una iglesia bizantina convertida en mezquita, estilizadas guitarras eléctricas). En cambio, casi siempre tachaba sus poemas. Había algo más que pudor en ese gesto: la escritura como una forma efímera y sencilla del afecto.
Emilio nunca dudó de su vocación como locutor, pero su elocuencia dependía de su relación con otras artes. Sus incursiones en el teatro, la pintura y la poesía dieron consistencia a la voz que brindaba complicidad a la distancia. En Marrakesh, Elias Canetti se estremeció con los llamados que salían de los minaretes: «faros habitados por una voz». Eso fue Ebergenyi. En la marea del tráfico o las brumas que aún no eran combatidas por el alba, operaba como un vigía dotado de creencias. Un faro habitado por una voz.
Durante un tiempo Emilio viajó en tráilers. Fue una escuela imprescindible para su voz. En las cabinas que recorrían desiertos aprendió que el transporte es una operación narrativa. El aburrimiento sólo se mata hablando y hay que tomar en cuenta a quien escucha. «No es la voz sino el oído lo que guía la historia», escribe Calvino en Las ciudades invisibles.
El querido locutor de Panorama del jazz y De puntitas murió en 2005, a los 55 años. La editorial La Cabra y Radio Educación acaban de editar cuatro hermosos libros con sus textos, los puntos cardinales de Ebergenyi.
México de lejitos es un diario de viaje por Buenos Aires y Santiago de Chile, escrito en 1994. Emilio acompaña a su amigo de hierro, el músico Marcial Alejandro, cómplice de sus más alocadas tertulias radiofónicas. Durante la ruta se concentra en la conversación y los dones de lo diario, y se aparta de las cabinas de grabación. Un día no puede más y acompaña a Marcial a una entrevista. Encuentra las paredes sencillas, el micrófono esencial, los papeles en desorden sobre una mesa, los materiales pobres de los que surge la magia radiofónica. A propósito de esta experiencia comenta: «El potencial persuasivo de la voz no radica en el timbre o en la modulación. Se ubica en la claridad de la mirada, en la brisa que desprenden las manos en conversación callada». La voz como tacto y paisaje. Hay que ver lejos y hay que saber frotar las manos para hablar bien.
En Palabra de zurdo ofrece sus credenciales de poeta y en Actor reflexiona en verso sobre el oficio de desnudar sentimientos en escena. Su escritura tiene el tono de una confesión conversada; no busca abrumar ni desconcertar sino compartir. Ante las molestias de la vida, Emilio podía perder la paciencia y sulfurarse con ojos de minotauro, pero jamás se irritaba por escrito.
Compuesto en 2004, poco antes de morir, El abrazo de la locura es su libro más seguro y fiero. Muestra desencanto ante el micrófono y las banalidades que rodean el oficio de la radio, pero reafirma sus predilecciones. Ahí aborda el tema crepuscular de quien se va, pero lo hace con cálida entereza. Emilio fue, ante todo, un poeta que agradece.
Nunca quiso imponerse como autor. En El abrazo de la locura, comenta con ironía: «Una persona me envió como regalo un libro con su poesía y la recomendación de leerlo. En castigo le voy a mandar uno con la mía. Quién sabe, a lo mejor le damos cuerpo a un nuevo género: la poesía penitenciaria».
El locutor poeta sabía que si alguna vez se reunían sus textos, sería por voluntad ajena. En cambio, en «Lo que soy, seré», confirma su oficio inmodificable. Después de enlistar profesiones seductoras y repudiables, se define: «Volvería como locutor, de eso estoy seguro». Su capacidad para convencer era absoluta. Como Naphta, el personaje de Thomas Mann, «mientras hablaba siempre tenía razón».
Durante tres años nos dejamos de ver porque me fui a vivir a Alemania. Él no sabía que yo había vuelto y un día me vio caminando en una calle. Emilio iba a bordo de un camión atestado; se abrió paso hasta llegar al chofer y, según me contó después, exclamó: «¡Ahí está un cabrón que quiero un chingo!». En su voz, la frase era un mandamiento del afecto. El chofer se detuvo y aguardó a que me diera un abrazo mientras los pasajeros aplaudían, como si esperaran ese encuentro desde el inicio de la ruta. Las palabras de Emilio eran las de un proselitista que altera la realidad con lo que siente.
Sólo su voz hubiera vuelto tolerable la noticia de su partida.
Esa voz ha regresado por escrito.
P.D. Tengo que conseguir esos libros..