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Vine a trabajar y la oficina está tan vacía como se pudiera esperar en estos momentos. Los teléfonos no suenan, los oficios no llegan y los mails son muy, muy escasos.

Mi oficina está en una zona populachera, densamente poblada y con ese sabor de barrio viejo que en algún momento fue devorado por el crecimiento de la ciudad. Volteo a la ventana y veo las vecindades y los edificios de alrededor. Una mujer sale a la azotea con una bulto en los brazos. Pone una toalla y acuesta, delicadamente, varios peluches al sol.

Seguramente lavó todos los peluches de su hijo -que ha de tener 6 años y está en casa sin poder salir- previendo que estén contaminados. La señora está en un papel de mamá tal, que el logotipo del IMSS se muere de envidia.

Termina. Camina de regreso a su departamento. Se detiene y se regresa a voltear a un conejo de peluche que estaba panza abajo. Lo coloca, como al resto, viendo al sol.

Algo me dice que esta ciudad sigue siendo la misma de siempre.